miércoles, 24 de octubre de 2012

Ella, la histeria.


Da vueltas en la cama. De un lado a otro, sus ojos pasean por la habitación que parece detenida en el tiempo. Los muebles viejos, el verde antiguo de la pared, las cortinas horrendas y llenas de polvo, el reloj de péndulo haciendo un ruido bajito pero incesante. Ella sigue revolviéndose, aturdida. La histeria la ataca, la propia y la ajena. Los recuerdos, tan lúcidos, la alteran. La excitan. La desestabilizan. Perder el equilibrio la hace gritar y sigue moviéndose. 
Sabe que cuando todo pase, cuando esos recuerdos vuelvan a hundirse en su conciencia, ya no habrá dolor. Pero el olvido no existe y lo sabe; y es eso lo que probablemente más la atormente: seguirán allí, ahogados, llenos de musgo como esos barcos que pasan años bajo el mar. 
Un día llegará alguien lo suficientemente fuerte para remover esa reminiscencia muerta al fondo de su mente y, como ahora, ella, llena de miedo, deberá luchar con la histeria una vez más. Con ese momento de conciencia tan lúcido que mata; que se clava al lado del corazón y lo rasca, regodeándose, sin piedad alguna, con la posibilidad de destruirla. Entonces, esa misma persona que arrastró ese barco abandonado a flote, será quien se pare a su lado y le sostenga la mano mientras la histeria la visite, mientras los sueños se destruyan, mientras parezca que no sobreviviremos para ver el siguiente amanecer. No será suficiente, sin embargo. Los fantasmas volverán a hundirse, quizás más hondo; porque hay algo que esa persona no puede entender: esos recuerdos son parte de ella, así como la histeria y los miedos; están arraigados. 


Destrucción.
Se siente tan bien volver a ser yo por un momento.
B.

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