miércoles, 17 de octubre de 2012

Uno no va a la librería para enamorarse, pero allí estaba. Leía a Allan Poe traducido por Cortázar y una sonrisa se le dibujaba en los labios; con una mano sostenía el pesado libro y con la otra recorría distraídamente las páginas del ejemplar en la mesa. Notó la longitud de sus dedos y pensó que sería buen pianista. Ella no sabía, entonces, de París y de Londres. Ni siquiera sabía de su música, o de las pinturas. Mucho menos de las clases de saxo. Y todo eso que ella todavía no sabía, quería saberlo.
Buscó en su cabeza una excusa para hablarle. Hoy ya no la recuerda, pero cree que fue pedirle el libro que recorrían sus dedos. Lo que sí está vívido en su mente es la sonrisa amable y la mirada desorientada que le dedicó al levantar la mirada del libro.
Hoy sabe de París y de Londres, de la música, de las pinturas, de los dibujos, del saxo. Sabe del piano, de la guitarra, de la biblioteca, de los libros viejos, de las fotos en blanco y negro. Sabe que nació varias décadas después, pero que con ella se siente cómodo. Hoy Poe ocupa un lugar especial en la estantería donde se mezclan sus libros. Hoy, que ya le escribió canciones, la pintó vestida y desnuda, le mostró su lugar en  el mundo, le cantó los Beatles, la llenó de besos, le regaló libros y la llevó lejos; hoy ella sabe que uno no va a la librería a enamorarse, pero él estaba ahí.

Uno no va a ningún lado a enamorarse, ¿no?
Pero de pronto nos pasa y ¡pum!
Nuestro mundo se da vuelta.
Y escribimos cuentos con finales felices.

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