sábado, 29 de septiembre de 2012

Mamá tenía los ojos llenos de terror. Papá quemaba los libros en el patio de atrás mientras le gritaba que también había que quemar las fotos. Habían chupado a Ernesto. "Y si Ernesto cae, caemos todos". Por eso el viejo se había quedado al lado del teléfono toda la tarde. Las cuatro horas se habían hecho seis, porque guardaba la esperanza de que algo, un imprevisto, lo hubiese retrasado más de lo esperado. Sin embargo ya habían pasado ocho y no había noticias.
Con el tiempo fui aprendiendo cómo funcionaban. Los llamados periódicos y la ansiedad cuando alguien se atrasaba. "Lo chuparon" y el caos posterior que instauraba en la casa esa frase. Ahora era en serio. Papá decía a los gritos que había que movernos rápido. Mamá tiraba al fuego las fotos familiares. Tenía las mejillas con surcos rojos producto del llanto y el cuerpo se le contraía con cada sollozo cargado de angustia. Yo quería abrazarla y, cuando lo intenté, me mandó arriba con Pedro. Pedro también lloraba; sufría porque ella sufría.
Era la segunda vez que esto pasaba. En la primera Pedro era demasiado chico siquiera para entender lo que estaba pasando. Mamá convenció a papá de que no era necesario quemar los libros de Marx, los cuales llevamos con nosotros. Ahora la cosa era diferente. Parecía que no había tiempo y que se los iban a llevar también a ellos. Por un momento, cargado de resentimiento, pensé que quizás se lo merecían. Entonces me escapé, ya no quería ser parte de todo aquello. Le dije a mi hermano que se quedara donde estaba—en la cama, tapado—como si la frazada pudiera protegerlo del miedo. Agarré las llaves y un poco de guita y corrí varias cuadras hasta llegar a la avenida Rivadavia. Paré un taxi. "Corrientes y Salguero". Ahí vivía ella, Ámbar.
La había conocido hacía un par de años en el Parque Centenario. Leía un libro de esos prohibidos, lo supuse porque estaba forrado. El pelo castaño oscuro le caía sobre el rostro pero, y quizás porque todos sentimos el peso de la mirada ajena sobre nosotros mismos, levantó la vista para dar a luz los ojos verdes más hermosos que había visto jamás. Me había sonreído mientras cerraba el libro y encendía un cigarrillo, nunca supe si fue por mi cara de boludo o por la remera de los Beatles. Aunque ahora que la conozco diría que fue por la camiseta, por entonces no sabía del tocadisco y los vinilos que le había regalado su papá.
Era más grande que yo. Iba a la facultad y estudiaba Letras, pero había tenido que dejar cuando las cosas se pusieron jodidas. Veía mucho de mis viejos en ella; los ideales revolucionarios que les despreciaba y que ella volvía hermosos, por ejemplo. Ámbar podía vivir tranquila porque vivía sola y porque no estaba metida en la política.
Me decía pibe todo el tiempo y yo me alteraba; porque de verdad sentía que no tenía nada que hacer al lado suyo. Fuera cual fuese la razón por la que seguía invitándome a compartir un poco de mi tiempo con ella, no parecía importarle la diferencia de edad. Ni siquiera cuando hacer el amor se volvió inevitable. Empecé a fumar sus cigarrillos, a disfrutar de sus libros, a escucharla hablar de cómo el amor podía cambiar el mundo, a acariciarla con los Beatles y el sonido inconfundible del tocadisco funcionando.
Cuando toqué el timbre me di cuenta de que llevaba meses sin verla. La última vez me había dicho "te estás enamorando y no está bien", frase que se había clavado hondo en mi corazón adolescente. Quizás por eso no había vuelto, tal vez simplemente porque esa oración era lo que yo tanto temía: que se diera cuenta que no tenía nada que hacer conmigo. Sin embargo cuando me abrió la puerta del edificio su sonrisa era la misma de siempre y sus brazos rodearon mi cuello en un abrazo cariñoso. "Te extrañé, pibe". Así son las mujeres. En los tiempos en los que papá era más amigable, solía decirme que dicen siempre lo contrario a lo que piensan y Ámbar no tenía por qué ser la excepción.
Leyó a Neruda en voz alta antes de intentar darme un beso. La confusión era visible en sus ojos, porque al fin de cuentas ella sabía que yo estaba enamorado y que sus besos eran para mí, de todos los besos, los más lindos del mundo. A pesar de todo me besó. El olor a flores un poco invasivo de ese perfume barato que usaba, me atacó de pronto. Junto con este, el calor penetraba a través de mi ropa y la cercanía se volvía tan real que se desdibujaba el límite entre un cuerpo y el otro. Ámbar era amor, pasión, alegría; era la fuerza que yo no tenía para decirle a mis viejos que dejaran de luchar por el cambio y lucharan por sus dos hijos, que los queríamos ver envejecer; Ámbar era todo lo que me faltaba y lo que nunca aprendí a ser. 
Una semana entera me quedé en su departamento. Insistió para que volviera a casa, por lo menos a ver cómo estaban los viejos. Es probable que me negara porque presentía lo que había pasado; porque volver allí era enfrentar la prueba latente de mi cobardía. Se ofreció a acompañarme, así que volvimos. En el trayecto pensé cómo explicarle, sobre todo a papá, quién era y cómo conocí a Ámbar; aún cuando sabía que la casa iba a estar vacía. Es una sensación muy extraña, tener la certeza de que algo sucedió y aun así pretender convencerse de lo contrario. Como cuando alguien fallece y se lo sigue esperando; como cuando el amor se acaba y seguimos insistiendo; como cuando mentimos para que al otro no le duela. Así me sentía; mintiéndome a mí mismo.
Ella lloró. "No puedo entender que no te duela". Yo no podía dejar de pensar en Pedrito y en papá diciendo "lo chuparon". Pedrito. Pedrito y yo que le había dicho que se quedara abajo de la frazada. Pedro, que tenía un hermano que no supo, o que no pudo. Y papá, que le importaba más la izquierda que lo que pasaba adentro de su casa.
Ámbar me agarró la mano. "Dale, tarado, sufrí". Entonces lloré a los padres que nunca tuve y que ellos se llevaron. Y quise alejarla, sacarla de ahí y no volver a verla. Ella me había mostrado un mundo en el que podía ser feliz; sus palabras decorativas, Neruda, los discos de vinilo. Las letras de Sui Generis, el comunismo, los jóvenes y la política. El sexo y los cigarrillos. Los vicios y el amor. Estar con ella y estar sin ella. La quise alejar y no pude. Porque como antes, ahora, volvía a elegir ese mundo en el que podía estar bien aún cuando enamorarme era algo malo.


Bú, lo conflictivo que es amar en guerra; a alguien o a los propios padres. 
Necesita una revisión en frío, pero ahora no es el momento.
Creo que no le ponía un nombre a un personaje desde que me puse nombre a mí misma.
Creo que no escribía algo tan largo desde...
...bueno, hace tanto que ya ni me acuerdo.
Si le quieren buscar un título, los aplaudo.
B.

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