—El café está frío—le dijo, señalando la taza en la mesa de luz.
Ella asintió, con miedo a romper el silencio en el que ambos se habían sumido. Le tendió la mano y entrelazaron los dedos. El contacto, el efímero roce de la piel contra la suya, era la única forma de sentir que, después de todo, quedaba algo por lo que pelear.
Enterró los dedos debajo de su pelo corto mientras hundía la cara en su cuello. Si el amor se había ido desgastando con el tiempo, si había un abismo entre el principio y esto que parecía ser el final, ella quería seguir teniéndolo cerca. Le gustaba sentir que era quien aliviaba el dolor en su mirada, ese que ya tenía cuando lo conoció. Disfrutaba repasando con los dedos las líneas del tatuaje que tenía en la espalda, de la música en la mañana, los cigarrillos por la noche, del dolor y la alegría que produce querer mucho a alguien.
Pero quizás el amor estaba frío como el café que ya no humeaba en la mesa de luz. Tal vez no había por qué luchar y el contacto estaba sobrevalorado. Y, probablemente, la música por la mañana fuera sólo canciones de despedida y los cigarrillos, cargados de frustración, el ultimátum de ese amor melancólico que ya no miraba a los ojos.
Solo entonces lo supo, era hora de juntar las cosas y escapar de ahí sin volver la vista para verlo llorar mientras fuma junto a la ventana. En el sur ya no hay lugar suficiente para los dos.
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