martes, 30 de octubre de 2012

Los espejos dicen la verdad y el miedo no existe.


Terminé amándola. De pronto se había convertido en lo único en lo que podía pensar. Me asustaba más la idea de no volver a verla sonriendo que la de no volver a ver el sol. Cualquier roce efímero de su piel con la mía se volvía eterno, al menos hasta que me tocaba nuevamente. Y cuando me sonreía, cuando me regalaba un mundo donde los espejos dicen la verdad y el miedo no existe, donde ese gesto simple era suficiente para ser feliz, yo jugaba a creer que ella también me amaba.
Porque el amor es la mentira más linda de todas. Porque el amor nos pinta ese "para siempre" tan barato que nosotros elegimos creer, que necesitamos creer. Y ahí estaban sus dedos largos entrelazados con los míos para siempre, como si acaso fuera posible que no se cansara de mí. Como si acaso, en ese mundo de colores vivos y vientos con olor a primavera, existiese la posibilidad de que alguien como ella me amase. Cuando junté el valor para decírselo, mi nariz estaba enterrada en su pelo y tenía los ojos cerrados. Escuchaba el aire entrar y salir de sus pulmones mientras susurraba una canción en francés que no conocía.
—Te amo tanto que necesito decírtelo.
Amar en silencio duele, amar en silencio duele más que amar a alguien que no te ama. O quizás esas cosas vayan de la mano, porque al final no le decimos que las amamos a aquellas personas que creemos que no les agradaría escuchar cómo nos sentimos. A ella no le gustó. Era evidente, y yo lo sabía, que cuando supiese la intensidad de mis sentimientos algo se quebraría entre nosotros. Por eso se me aceleró el corazón y me dolió ver cómo abría los ojos para mirarme a la cara y entender que hablaba en serio. Para entonces, roto ese cariño que a su forma me tenía, yo sólo quería seguir haciendo todas esas cosas que hacíamos antes y que, dicho lo que me pasaba, ella resignificaría erróneamente. Quería el hueco en su cuello, el olor de su pelo, el sabor de su piel, el cuerpo temblando, los ojos llorosos, lo vulnerable que se permite ser a veces conmigo, los cigarrillos de los días lluviosos, las canciones de desamor y su voz diciéndome que amar es para débiles.
No entendí que las almas libres no pueden ser amadas; lo hice una vez que ya se había ido y no había qué amar más que el recuerdo de su frescura y lo bien que me hacía. Dejarme quererla era demasiado egoísta para ella; pero permitirse quererme era cortarse las alas. Nunca dijo adiós, y yo la esperé las primeras veces. La razón termina entendiendo que no va a volver; pero al alma le cuesta una vida olvidar a la persona que amó, probablemente por eso todavía la recuerdo. Por eso mi nariz sigue enterrada en su pelo negro y mis dientes mordiéndole los labios; por eso el humo del último cigarrillo sigue flotando en el aire que es el mismo desde que me dejó; por eso no me animo a respirar, porque su olor sigue dentro de mis pulmones. Entonces, sólo entonces, los espejos dicen la verdad y el miedo no existe.


Hay cierta cosa en el desamor que me termina resultando tierna.
O tal vez sea solamente esa melancolía tan amarga de amar a alguien que no siente lo mismo.
O aún peor, que sí, pero por otra persona.
No sé porque escribí esto cuándo podría estar escribiendo
 sobre lo dulce que es querer a alguien (y con este alguien no hablo en general, sino en particular).
Igual, creo que mi estado emocional me robó la inspiración.
Escribir me está costando.
Por eso me alegra haber terminado algo después de varios intentos.
Amen. Y si es en voz alta, mejor.
B.

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