Me encanta el café; levantarme temprano y sin sueño, cuando el sol todavía es tímido y dora suavemente todo eso que se atreve a interponerse en su paso; las fotos de rollo y el ruido que hacen las cámaras viejas cada vez que alguien dispara el obturador, amo esos momentos inmortalizados en papel para siempre; la gente que sonríe, los que son dulces porque sí; el esmalte bordó en las uñas ajenas y bien pintadas; el perfume que usaba mi abuela; el olor a jazmines y a sahumerio; esos momentos contados con los dedos de una mano en los que mi papá me abraza de verdad; el tatuaje en el que mi mamá hizo perpetuo el amor que me tiene; el amor que mi tío una vez le tuvo al cine; la sinceridad de los nenes chiquitos, sus ojos brillosos. Me gusta lo extraños que son los seres que aman el arte, el desafío que significa entenderlos; la ceremonia de hacer un té en hebras; la voz de mi abuelo materno; el acto tan cliché de regalar una flor; los dedos manchados después de leer el diario; el sentimiento desolador después de terminar un buen libro; el llanto de quien llora de alegría; ese sentimiento inexplicable que genera escuchar una buena canción; las sonrisas en monocromo, sobre todo si es gris. Amo la gente que siente pasión por lo que hace; los viejitos caminando de la mano, el pelo blanco; el calor de una taza humeando un día de frío; que me bese la frente y me dé la mano, que me acaricie mientras me mira fijo; los libros usados y con historia, las hojas amarillentas y ese olor que dice "yo viví"; el amor que García Lorca le tenía a Dalí; el sonido del mar y del viento en la cima de una montaña; las tardes de otoño; los vestidos de antes; escribir con pluma y las manchas de tinta en las manos; la gente que pinta; las amistades que son mucho más fuertes que la sangre; el refugio que significa un abrazo y otro montón de detalles que me llevaría toda la vida enumerar.
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