Estás corriendo por el bosque. Te persigue. Desnudo y con frío vagas sin
rumbo por la oscuridad. A cada momento te parece que estás a salvo. Pero, en
cada ocasión, de los rincones se asoman esos ojos. Rojos, brillantes… locos. Sabes
que nunca lo has visto realmente. Sabes (¿o te convences a ti mismo?) que no
quieres verlo. No puedes verlo. No debes verlo.
Rápido, más rápido. Escapa.
Finalmente, llegas a un claro. Lo has perdido, o al menos así lo crees.
La suave luz de la luna llena ilumina el lugar. Te enceguece después de tanta
negrura. De a poco, vas acostumbrándote y estás en condiciones de examinar tus
alrededores. El claro no es más que un pequeño círculo de hierba muerta, de no
más de cinco metros de diámetro, rodeado por la arboleda. Un leve destello de
una roca en las lindes del calvero te llama la atención. No es más que una
ordinaria roca gris, pero de repente te invade una súbita tristeza. Te
arrodillas frente a ella y desplomas tu cuerpo encima. Y lloras. Lloras mientras
los fantasmas aparecen de entre los árboles. Lloras cubriéndote la cara.
A lo lejos se escucha una guitarra, traída en por el melancólico viento.
Sabes lo que tienes que hacer, ¿verdad? Los fantasmas empiezan a cantar, cada vez
más cerca. Y sigues llorando contra la piedra, incapaz de levantar la cabeza.
¿Qué es lo que tienes que hacer? Ellos no se van a ir.
Parecen pasar años, décadas. Y los espíritus nunca te alcanzan, aunque tampoco
se van. Aún sientes su presencia. Sabes lo que debes hacer. Al menos crees
saberlo. Pero no puedes. Gimes y plañes con el rostro escondido entre las
palmas de tus manos.
El tiempo sigue pasando. Te duelen los ojos de tanto llorar y el cuerpo
de tanto estar tumbado sobre aquella piedra. No del todo convencido, levantas
la cabeza.
Para tu sorpresa, no ves a los fantasmas. En frente tuyo hay un espejo,
pero te cuesta trabajo reconocerte. Tu rostro está lleno de arrugas y tu
cabello ha perdido su color. Este último, ahora gris, está extremadamente largo
(llega hasta tus pies), al igual que la barba. Realmente han pasado años.
De repente te sientes débil, y esa debilidad te da fuerzas. Te das
vuelta, dispuesto a enfrentar a los espectros. Y allí están. Más que fantasmas
son ojos; están llenos de ojos. Rojos, brillantes, locos.
No puedes soportarlo y cierras rápidamente los párpados. No quieres
abrirlos, no quieres verlos, pero sabes que tienes que hacerlo. Gritas. Gritas
con odio, con furia. Gritas con tristeza, con angustia. Gritas hasta que toda
emoción desaparece.
Entonces, tan sólo entonces, juntando todo el coraje que crees posible,
te atreves a mirar.
Y ya no están.
Te encuentras solo, en aquel claro ahora iluminado por los cálidos rayos
del sol. Esbozas una sonrisa tímida, como si apenas recordaras lo que es la
alegría, y alzas tu vista al cielo.
Hasta parece que no supieras, aunque yo creo que en el fondo no tienes
ninguna duda, que aquellos ojos siguen mirando. Ahora, en todo momento.
Siempre estarán dentro de ti.
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