sábado, 18 de agosto de 2012

Música para los oídos


—¿Me escuchás?—le dijo.
Él asintió con la cabeza y le regaló una sonrisa, estaba haciendo catarsis y no tenía mucho para decir.
—¿Vos tenés tanto miedo como yo?
Negó al mismo tiempo que le agarraba la mano. Separó los dedos con delicadeza, como si fueran de cristal, y metió los propios en los huecos. Cómo podría tener miedo de amarla. Cómo sugerir, siquiera, la posibilidad de temer amar.
—¿Te asusta?—le preguntó, fue una de las pocas cosas que dijo mientras ella hablaba. Le gustaba escucharla hablar, sobre todo cuando expresaba lo que sentía—. Amarme, digo.
El llanto indefectiblemente iba a llegar, aunque no fuese por tristeza. Lloraba por la confusión que le provocaba sentir tantas cosas juntas y no saber manejarlas o no encontrarles un lugar. Ofrecerle ayuda era tan inútil como decirle que todo iba a estar bien, porque sólo ella podía saber qué sucedería con todo eso que le pasaba adentro. Le dio un abrazo. Enterró los dedos y la nariz en su pelo castaño mientras sentía el subir y el bajar de su pecho contra el suyo propio. Eso le daba paz.
—Amar es complicado—le susurró al oído.
Y tenía razón. De pronto todo era intenso y saturado, alguien extraño la corrió del centro y se plantó en su eje, gritándole que ahí estaba. Terminó aceptando cuando, sorprendida, descubrió que era música y no gritos; de esa música que acaricia el alma y hace sonreír y llorar, quizás al mismo tiempo. Eso era lo que la asustaba, no amar; pero todavía estaba demasiado confundida como para notarlo. Y él sabe comprenderla.


Un poco de amor.
Y un poco de música tierna acorde al día lluvioso.


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